Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

31 may 2010

Pensamos, todo el tiempo, y no sabemos en qué estamos.


Pensamos, todo el tiempo, y no sabemos en qué estamos.
La mente va y viene, se interna a través de cavidades que a nosotros no nos llevarían a ninguna parte, trepa a nubes fantásticas poco antes de que se desvanezcan.
La mente, con su rémora de pensamientos, recupera sin querer un olor, una sensación, un rostro, un desagrado o malestar, y continúa, también sin propósito definido.
De hecho, miramos su deambular como si se tratara de un organismo con entidad propia, vagamente emparentado con nosotros, pero nada más. Brilla porque el sol lo hace; se nubla porque el cielo se cubre de nubes.
Nosotros seguimos a la mente aquella desde lejos. En algún momento regresará, pensamos. En algún momento, quizá, abra su preciado contenido como la flor de la chumbera que se alza en los cascajos.
Seguimos, pero no nos movemos. Y, sin embargo, la observación mental se prolonga por horas y días, por duraciones de tiempo imposible de contabilizar. También con los ojos puestos en la punta del lápiz, mientras dibujamos, hablamos con lo ausente, y no sabemos qué le decimos.
En esto de la mente, y en los pensamientos que acarrea, hay esa mente lejana de la que hablo y hay esta otra que permanece a nuestro lado.
Es una mente doméstica, corporal. Quizá cobarde, asustadiza, sostenida por el temor. Y, sin embargo, gracias a ella seguimos en contacto con la lejana.
La mente a lo lejos, ya lo he dicho, tiene en nosotros una esperanza de retorno. La mente doméstica, pese a su función de médium, nos sigue de cerca, se enreda entre nuestras piernas, y nos hace tropezar.
Nos levanta, y nos recuerda los deberes. La mente lejana es un pájaro de mercurio que atraviesa el sol, sondea los océanos de la noche, palpa las paredes del pasado, aspira con la boca ciega el porvenir.
La mente doméstica, su recua de mil pensamientos intrascendentes, todos ellos advertencias y recordatorios de índole práctica, mantiene nuestra esperanza de que la otra, la del vuelo de fuego, nos recupere y se encarne otra vez en nosotros.
¿Volverá alguna vez la saboreadora de espacios infinitos? ¿Nos quedaremos para siempre con la mente de andar por casa? Ésta no ama porque conoce los ínfimos, banales detalles de nuestra vida. Aquélla... ¿cómo saber, si se acercara hasta nosotros, que no significaremos carne para su desprecio?

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