Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

26 may 2011

Viento sur en la Filarmónica de Viena

En el espectacular desfile de grandes orquestas de visita por Madrid en las dos últimas temporadas de Ibermúsica, por su 40º aniversario, no podía faltar la Filarmónica de Viena.
 Se presentó el lunes con una imagen insólita: una mujer como concertino.
En una formación integrada tradicionalmente por una mayoría aplastante de hombres, la presencia en un puesto de tanta responsabilidad de la violinista búlgara Albena Danailova era, como mínimo, impactante por inusual.
Bien es verdad que uno de los concertinos habituales, Rainer Honeck, era el solista del concierto para violín de Alban Berg. Ambos estuvieron espléndidos.








Una de las señas de identidad de la Filarmónica de Viena es que no tiene un director titular fijo. En la actual gira, en la que visita también Saarbrücken los días 26 y 27, y Leipzig el 28, dentro del Festival Internacional dedicado a Mahler, se ha puesto al frente Daniele Gatti, uno de esos directores italianos que, como Claudio Abbado, Fabio Luisi o Riccardo Chailly, están fascinados por el repertorio centroeuropeo y lo han incorporado a sus trayectorias en lugar preferente.
Tal vez quieren aportar a la música más seria un concepto emocional asociado al sur.






Daniele Gatti es un director voluntarioso, cuidadoso del detalle, brillante e irregular. Con un mecanismo de relojería tan preciso como el de la Filarmónica de Viena puede arriesgar, pues, al fin y al cabo, tiene una impresionante belleza de sonido asegurada y una respuesta artística sin fisuras.
 El peligro de Gatti es que se guste a sí mismo excesivamente, y se adorne innecesariamente perdiéndose en continuidad y tensión global lo que se gana en exquisitez de matices. Hubo, en cualquier caso, dos movimientos excepcionales en los conciertos del lunes y martes que, dadas las circunstancias de búsqueda permanente del ideal sonoro, se pueden situar como plenamente conseguidos.
Uno fue el vitalísimo Allegro con brio de la Tercera sinfonía de Beethoven, por su incontenible alegría rítmica, y otro, quizá la cumbre estética de estos conciertos, el adagio final de la Novena de Mahler, llevado con una intensidad expresiva de las que cortan la respiración.

El resto de movimientos se mantuvo a un notable nivel, pero sin llegar a alcanzar la redondez de estos momentos privilegiados.



Recibida con frialdad en las dos sesiones -en casi todas las salas de conciertos europeas se recibe con aplausos a la totalidad de los músicos, y no a los 12 primeros como en Madrid-, la Filarmónica de Viena volvió a sentar cátedra por la belleza del sonido, la maestría de la cuerda, la delicadeza del viento-madera y, en general, la manera de hacer música en conjunto, con un diálogo entre secciones verdaderamente deslumbrante.
El primer día obsequiaron al público con un vals de Strauss y en la sala se llegó al delirio. En el segundo, con el adagio mahleriano final no procedía ningún añadido. La emoción estaba en el ambiente.

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