Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

1 ago 2009

La pesada herencia de ser la hija de Chaplin


"Algunas personas heredan riquezas o un título. Yo heredé un apellido", suele lamentarse la actriz. "Si uno se apellida Chaplin, de inmediato se generan enormes expectativas. Si las expectativas se cumplen, se acreditan automáticamente en la cuenta familiar, pero si no es así, entonces el público se siente decepcionado (...) y troca su respeto en desprecio".
Así analiza su legado Geraldine, la única de los cuatro hijos de Chaplin que logró diferenciarse del espectro paterno y construir una carrera cinematográfica por sus propios medios, y que ahora cumple 65 años.

TESTIGO IMPERTINENTE|CARMEN RIGALT

TESTIGO IMPERTINENTE|CARMEN RIGALT

Mal empezamos
01.08.2009 Palma de Mallorca

Pues sí: mal empezamos. Ha sido poner el pie en la isla y estallarme la actualidad en las manos (perdón por el verbo, pero no se me ocurre otro: el calor es incompatible con los sinónimos). Cada cierto tiempo, las malas noticias acosan el verano mallorquín. La presencia de la Familia Real convierte la isla en un escenario de gran repercusión mediática.
Aquí están puestos todos los focos. Quien quiera salir en los papeles tiene que venir a Mallorca. Es una isla codiciada por las cursis del plongeon y por los malditos de la mira telescópica. Líbrenos el Señor de todos ellos.

Superé la operación jaula, que para una claustrofóbica como yo es como sentirse envasada al vacío. Pensé en las infantas y me dije que si ellas soportaban el envase, yo no iba a ser menos. Dicho y hecho. Lo importante era no pensar, así que me di a la lectura (¡Hola!, Diez Minutos), a la tele (Sálvame) y a los deberes del periódico (caza y captura de negritas). Cuando quise darme cuenta ya había recuperado el aire que respiro.

El detalle se lo debo a Rubalcaba, cuya eficacia nos afecta a todos (espero que no acabe ahí y pronto tengamos noticias tranquilizadoras). Hoy, como compensación a mi comportamiento, la actualidad me obsequia con un desahogo. Se trata de la nueva casa de Cristiano Ronaldo.
Como gustan de decir algunos compañeros, yo la vi primero. En su día me aventuré a adelantarla, y hoy lo celebro, aunque con la boca pequeña para no descubrir mi fuente, que es un maná de sabiduría.

Tintín Cristiano ya tiene una casa propia de futbolista. Más que una casa parece un templo. Es obra (y gracia) del arquitecto Joaquín Torres (de ahora en adelante, Joaquín el lomano), autor también de las viviendas de otros futbolistas que fueron captados para la causa del joven arquitecto. Representa el minimalismo llevado a extremos delirantes.
Aquí una silla, allá una mesa. Y para ir de la silla a la mesa, un patinete o un carrito de golf como el de Carlos Espinosa de los Monteros. Bien es verdad que Carlos lo utiliza para recorrer Guadalmina, mientras que Cristiano se limitará a recorrer con él el cuarto de baño. La especie de los futbolistas es espléndida, generosa, y todo lo quiere a lo grande. Muchos metros, muchos coches, muchas cazadoras deportivas. Mucho de todo.

El luto rabioso ha apeado a los políticos de los actos mundanos para concentrarse en las exequias. Qué menos. Ayer no hubo políticos en la celebración del 40º aniversario del Centro Cultural Pelaires (Palma), pero estaba a rebosar de gente. La vinculación de Mallorca al arte viene de lejos. Se dice que Pollensa es la ciudad española con más galerías de arte per cápita. Yo no las he contado, pero me lo creo.

La celebración de Pelaires, elevada en góticos, desprendía una atmósfera que trascendía la banalidad del copetín. Artistas con cara de artistas y compradores con cara de ricos. Gente que hace arte y gente que lo consume.

Para coronar el aniversario, se inauguró una muestra de los escultores Rebecca Horn y Jannis Kounellis. Pep Pinya, propietario de la galería, echó mano de celebridades para arropar el acontecimiento.
Ben Jacober y Yannick Vu, Lourdes Fernández (directora de Arco), Manolo March y Cecilia Sandberg, María del Mar Bonet. Galeristas como Mario Mauroner y Miguel Marcos. Escritores como Fernando Schwartz, Biel Mesquida y Josep Carles Llop. Abogados, arquitectos, gente que atrae los flashes, como Elena Benarroch (peletera), Cristina Macaya (gran mundo) o José María Mohedano (vividor).

Lo que tiene el arte es que contagia estilo y sublimación. Yo se lo noté a Ben Jakober, a quien su afición por los retratos de infantes reales ha terminado dotando de una beatífica apariencia de abuelo.
Ben Jakober -aspecto de payés ilustrado, barba blanca, rizos de sabio- se me antojó el santón de la fiesta. Como santona, elegí a una mujer envuelta en denso negro que parecía Paco Clavel.

El gran Gatsby,Scott Fitzgerald



En una mesa de terraza enfrente de la mía alguien leia embebido en El gran Gatsby, un hombre muy joven que probablemente leía la novela por primera vez, con la urgencia de descubrir qué sucedería, el frágil volumen de bolsillo doblado entre las manos, el cuerpo echado hacia delante, los codos sobre las rodillas separadas. Quizás estaba enterándose del motivo verdadero de las fiestas extravagantes de Gatsby, o comprendiendo por qué cuando se queda solo a última hora de la noche mira una luz verde al otro lado de la bahía; quizás no sabía aún cuál es el origen de su fortuna ni qué porvenir le espera a su amor recobrado; o estaba llegando al encadenamiento de desgracias de los capítulos finales y por eso no levantaba la cabeza ..



Como a Gatsby, a Scott Fitzgerald las cosas le sucedieron muy deprisa y cuando era muy joven

Una parte de su tragedia fue el haberse creído de corazón toda la impúdica mitología americana sobre el éxito
La literatura es contagiosa. En cuanto llegué a casa esa dia me puse yo también a leer El gran Gatsby, interrumpiendo sin remordimiento el libro que tenía entre manos. Algunas novelas las tiene uno tan presentes que no sabe calcular el tiempo que lleva sin volver a ellas. Yo no sé cuántas veces he leído El gran Gatsby ni cuántos años han pasado desde mi última lectura, pero dos cosas me sorprenden sobre todo: es una novela más corta de lo que yo recordaba; y se nota que la escribió un hombre muy joven.
En la memoria, en la imaginación, la novela se ha alargado, porque está llena de peripecias y de sentimientos, y porque los personajes, Gatsby sobre todo, poseen una capacidad de sugestión que va mucho más allá de las páginas escritas. Lo que yo recordaba como una suntuosa sucesión de episodios casi tan ricos en detalles de pasión humana y comedia social como un tomo de Proust son nada más que nueve capítulos, ninguno de ellos muy largo, narrados en un estilo entre poético y sumario, como entre Keats y Dashiell Hammett, con paréntesis reflexivos en los que una pretensión demasiado grave de conocimiento de las verdades de la vida revelan la juventud del autor: "Tengo treinta años. Demasiados para mentirme a mí mismo y llamarle a eso honor".

Scott Fitzgerald cumplió veintiocho escribiendo El gran Gatsby. Sólo ahora me doy cuenta de lo joven que era, ahora que hace mucho tiempo que yo mismo dejé atrás esa edad, y por lo tanto estoy en mejores condiciones para asombrarme ante la precocidad de su maestría y al mismo tiempo advertir como síntomas de juventud, casi de adolescencia retardada, muchos de los rasgos que en mis primeras lecturas me parecieron lecciones envidiables de experiencia del mundo. Miro en las biografías las fotos de Scott Fitzgerald y Zelda con su hija Scottie en la época en la que se escribía la novela y lo que veo sobre todo es una juventud deslumbrante, pero también desorientada y atónita, arrastrada por una marea que debió de ser ingobernable, y que casi inevitablemente conduciría al desastre.
En la imaginación, en las fotografías, las personas de otra época siempre parecen mayores de lo que eran en realidad, pero basta fijarse un poco para ver en las caras de Scott y de Zelda, sobre todo en la de él, algo todavía no formado, una inmadurez ansiosa detrás de la cual vendrá no la plenitud sino el deterioro, una ilusión excesiva que será abatida por la contrariedad y el desengaño.
Como a Gatsby, a Scott Fitzgerald las cosas le sucedieron muy deprisa y cuando era muy joven, de modo que muchas veces al vértigo del descubrimiento y la ganancia se le superponía el de la pérdida, y en el espacio de meses se comprimían experiencias que hubieran requerido muchos años para ser asimiladas. Con veintiún años era un universitario fracasado y un aspirante a héroe de guerra que se quedó sin ella justo cuando estaba a punto de que lo enviaran al frente.
Con veinticuatro se había convertido de la noche a la mañana en un novelista de moda que ganaba fortunas escribiendo cuentos para los semanarios de difusión masiva y que se había casado con la misma belleza sureña que lo rechazó cuando era un recluta pobre. Con veintiocho vivía en la Costa Azul en la estela de los ricos modernos y ociosos que le habían producido siempre una mezcla de fascinación acomplejada y provinciana y resentimiento de clase.
También era un alcohólico, y disfrutando tanto del éxito sentía a la vez el temblor del fracaso. Quería ganar muchísimo dinero y llevar la vida de una celebridad internacional y también quería escribir como Joseph Conrad, cuya gran sombra tutelar se proyecta sobre El gran Gatsby.
Mientras imaginaba el amor clandestino entre Gatsby y Daisy y el adulterio paralelo del marido de ella con la mujer del dueño de un garaje ruinoso se enteró de que Zelda lo estaba engañando.
Su amante era un militar francés que acumulaba el doble heroísmo de ser aviador y de haber participado en la guerra. Una parte de la tragedia de Scott Fitzgerald fue el haberse creído de corazón toda la impúdica mitología americana sobre el éxito. Jay Gatsby, mirando en la oscuridad de su jardín, delante del mar, el cielo del verano, es un héroe del romanticismo, pero sus sueños son los de un hombre de negocios que no tiene escrúpulos en saltarse la ley y se miden rigurosamente en dinero.
La escena tan delicada de su encuentro con Daisy al cabo de cinco años tiene resonancias del hechizo mutuo de los amantes medievales, pero también es la exhibición de opulencia de un nuevo rico cuyos gustos decorativos no desentonarían en el Hola.
Y cuando Daisy parece emocionarse más no es al abrazarlo a él sino al hundir las manos entre la montaña carísima de sus camisas de seda. Daisy, que no se comprometió con él cuando todavía se llamaba James Gatz y no Jay Gatsby y era un teniente gallardo y sin un céntimo: tan empapada de privilegio que su voz estaba llena de dinero.

Nada enamoraba más a Scott Fitzgerald que el timbre de esas voces; nada le despertaba tanto recelo, lo volvía más incómodo, más consciente de su propia impostura, de la fragilidad de su posición en el mundo.
Joseph Conrad abarcaba generosamente en sus novelas las latitudes por las que había navegado y la variedad riquísima de los caracteres humanos que había conocido. Scott Fitzgerald crea sus personajes mirándose a sí mismo en espejos sucesivos, de una manera tal vez característica en un novelista joven con más talento literario que experiencia profunda: él es Jay Gatsby, el advenedizo del Medio Oeste que se inventa a sí mismo, y también es ese narrador, Nick Carraway, que lo observa todo desde una cierta distancia, y es el marido engañado que sufre pasivamente la humillación pública de su insegura masculinidad.

Y qué pronto se termina la novela: su brevedad resalta más todavía la sutileza con la que está construida. En las primeras páginas empieza el verano y en las últimas ya ha llegado el otoño. En un tránsito así de fugaz se consuma la vida entera de Jay Gatsby, y la de Scott Fitzgerald, que casi no tuvo tiempo de dejar de ser joven.

Archipiélago de sueños

Archipiélago de sueños
Las islas han sido siempre territorio propicio para mitos, leyendas y metáforas de la condición humana. Han excitado la imaginación de aventureros, piratas y exploradores, e inspirado magníficos relatos




Desde mucho antes de que Tomás Moro situara la sociedad perfecta en la imaginaria isla de Utopía, las islas han sido espacios en los que los hombres han proyectado sus sueños.
Territorios de leyendas y quimeras. Como si sus superficies, claramente delimitadas por el mar, las convirtieran en bancos de pruebas, en laboratorios ideales para que la imaginación humana, la individual y también el imaginario colectivo campen a sus anchas.


La Atlántida y Utopía simbolizaban la ciudad, el espacio político de la civilización

Colón sugirió que el Paraíso Terrenal debía de hallarse en las cercanías de la isla de Trinidad
Algunas pertenecen sólo al mundo de la literatura, otras al del mito, pero incluso las reales, las que se pueden hallar en los mapas y visitar en vacaciones, suelen estar aureoladas de misterio, como si la fantasía formara parte de los cúmulos de nubes que delatan su cercanía en el mar cuando su perfil todavía no ha aparecido en el horizonte.

La isla mítica por excelencia es la Atlántida. Fue Platón quien por primera vez habló de ella en el diálogo Critias, donde la describe como un vasto imperio cuyo centro estaba en una isla fortificada por Poseidón y situada más allá de las columnas de Hércules.
Sus reyes eran los hijos del dios del mar y sus reinados se describían con la añoranza de una Edad de Oro perdida, cuyas sabiduría y mesura terminaron destruidas por unos descendientes corruptos y abusadores de su poder.

El hundimiento de la Atlántida vendría a ser el equivalente del Diluvio, el castigo a la maldad humana y a la injusticia.

En el corazón de toda leyenda suele haber un grano, por pequeño que sea, de verdad. La búsqueda de la legendaria Atlántida ha propiciado todo tipo de teorías disparatadas, pero la mayor parte de los historiadores sitúa hoy el origen del mito en un hecho ocurrido hace 3.600 años en la zona del mar Egeo y, en particular, en las islas de Creta y Santorini (Thera).

La espléndida civilización micénica, que prosperó en ellas y cuyas ruinas todavía hoy podemos admirar, desapareció efectivamente de manera súbita, coincidiendo con el momento en que, según los rastros hallados por los geólogos, una gigantesca inundación arrasó las costas del mar Egeo, causada por la explosión del volcán de la isla de Thera.
Con una violencia equivalente a una bomba atómica de 700 kilotones, la catastrófica erupción hundió en el mar el centro de la isla, lanzando un tsunami monstruoso y dejando tan sólo un escarpado arco terrestre, que hoy es una de las principales atracciones turísticas del archipiélago griego de las islas Cícladas, y una leyenda.

Durante la Edad Media, otras islas míticas, como la isla itinerante de San Borondón -seguramente sugerida por avistamientos de las desconocidas tierras americanas en distintas latitudes- o la isla de las Amazonas, alimentaron la imaginación de los marinos europeos. Pero estas islas ya no evocaban tanto ecos de un trágico pasado como espejismos de un porvenir lleno de peligros, pero también de posible fortuna.

Buen ejemplo de esa mirada fue, en el año 981, el vikingo Eric el Rojo, quien lanzó la que se podría considerar primera campaña publicitaria de la Historia al bautizar la isla de Groenlandia con ese nombre -que significa Tierra Verde-, como si, en vez del territorio frío e inhóspito que era, fueran a encontrar en ella los posibles colonos fértiles praderas.

Los cuentos de islas rebosantes de riquezas han excitado a aventureros y consolado las penurias del presente. Con ese imaginario en la cabeza se hizo a la mar Cristóbal Colón en 1492, como perfecto ejemplo de la mentalidad de la época, escindida entre las nacientes ciencias renacentistas y la fantasía.

La cartografía del mundo, en la época del Descubrimiento, pintó en los mapas islas imaginarias, tomó por tierra firme lo que no eran sino islas -tal fue el caso de Cuba- y llevó a Colón a sugerir, durante su tercer viaje, que el Paraíso Terrenal debía de hallarse en las inmediaciones de la isla de Trinidad.

El mundo crecía a los ojos de los hombres, islas y continentes parecían brotar de la nada, más allá del horizonte. Eran "no lugares", tierras nuevas que abrieron paso a la idea de que otros mundos eran posibles en este mundo. Otras formas de vivir.

Una isla vino a poner nombre a ese descubrimiento intelectual, la isla de Utopía, en la que Tomás Moro imaginó una sociedad libre de las explotaciones e infelicidades de la nuestra. No era ya el perdido jardín del Paraíso Terrenal que buscaba Colón, sino un paraíso de igualdad y justicia construido en la Tierra por los seres humanos, no por Dios. Una verdadera rebelión contra la fatalidad del destino.

La imaginaria isla de Utopía fue presentada como el hallazgo de un marinero que habría viajado con Américo Vespucio en sus viajes a tierras americanas, sellando así la alianza intelectual de la modernidad, la que hermana el conocimiento del mundo con la emancipación de los hombres. Moro publicó su libro el año 1516, tan sólo 24 años después del Descubrimiento de América, pero su referente lejano hay que buscarlo en el mito de la perdida Atlántida.

Tanto Utopía como la Atlántida usan la isla como expresión simbólica de la ciudad, es decir, del espacio político de la civilización humana. Platón se sirvió de la leyenda de un reino perdido por la ambición de sus gobernantes para criticar el imperialismo de la Atenas de su época.
Y Tomás Moro planteó en su sociedad utópica el núcleo de la pugna política de los tiempos modernos: el que enfrenta a libertad e igualdad, a propiedad privada y social, a individuo y comunidad.

No es extraño, pues, que las islas hayan jugado también un papel simbólico fundamental en la literatura. Desde la Ítaca de Ulises a la isla de Robinson Crusoe (inspirada por la muy real isla de Juan Fernández), pasando por La isla del tesoro, de Stevenson; la terrible isla de El señor de las moscas, donde los niños náufragos de William Golding redescubren el ceremonial de la crueldad, o las islas que son escenarios de experimentos científicos o de catástrofes ecológicas, como La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells; la isla de La invención de Morel, de Bioy Casares, o la imaginada por Cristina Fernández Cubas en El año de Gracia.

Alimentado por leyendas y por ficciones literarias, queda también el recuerdo de las numerosas islas que durante los siglos XVI, XVII y XVIII se convirtieron en guaridas de piratas, como la isla de la Tortuga, descubierta por Cristóbal Colón y en la que los bucaneros construyeron su fortaleza, o la república de Barataria, un conjunto de islas y marismas situado cerca de la ciudad de Nueva Orleans, donde los corsarios de los hermanos Jean y Pierre Laffite rindieron un sangriento homenaje a Cervantes. Individuos enfrentados al orden social, como islas a la deriva, los piratas reflejaron brutalmente las contradicciones del moderno pensamiento utópico, pues en las sociedades que levantaron en sus islas, como la Cofradía de Hermanos de la Costa, el ansia de libertad y la fraternidad coexistían con la violencia, la esclavitud y la codicia.

No tiene nada de raro tampoco que haya sido en dos islas donde se produjeran, con todas sus contradicciones, dos de las revoluciones sociales más significativas de los últimos 200 años: la revolución antiesclavista de los negros haitianos y la revolución socialista cubana. Pero ya en el mismo libro de Utopía, Moro trazaba el retrato en claroscuro del esfuerzo humano por hallar un orden social igualitario (sus virtudes y también sus riesgos).

Y en la búsqueda de conocimiento y de justicia emprendida por nuestra civilización hace ya más de cinco siglos, de alguna manera las islas han terminado por convertirse en la metáfora de la condición humana: individuos que vivimos en sociedad, como islas en un archipiélago. Un curioso archipiélago que tiene la prodigiosa capacidad de soñarse a sí mismo.