Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

10 dic 2017

Normalidades aberrantes........................................ Rosa Montero

Esta sociedad sigue potenciando y valorando al hombre muy por encima de la mujer, y nosotras también caemos en eso, pero algo ha cambiado.

ES, EN EFECTO, una avalancha.
 Empezó con unas tímidas denuncias de abusos en Hollywood que fueron prácticamente ignoradas, como habían sido ignoradas las anteriores.
 Recordemos que a Roman Polanski, tres veces señalado como asaltante sexual, siempre lo ha apoyado masivamente el mundo del cine.
La última ocasión fue en 2009, cuando Polanski fue arrestado en Zúrich por un antiguo caso de supuesta violación a una chica de 13 años.
 Entonces todos los cineastas, desde Costa-Gavras hasta Pedro Almodóvar, pasando por David Lynch o Woody Allen, firmaron una ardiente carta solidaria. 
También había mujeres, entre ellas Asia Argento, que ahora, sin embargo, ha denunciado a Harvey Weinstein. 
Pero entonces, hace tan sólo ocho años, la canción social que todos cantábamos seguía siendo la vieja tonada ancestral: qué exageradas son esas mujeres, qué mentirosas, qué desmesurado escándalo, qué manera de mancillar la dignidad de un profesional magnífico con nimiedades sacadas de contexto.
 Y aún más abajo, ya en la frontera con el inconsciente, un pensamiento atroz clavado en el cerebelo: pero si todo esto es normal.
Que los hombres hagan comentarios obscenos, que se aprovechen de su posición de poder para toquetear, todo esto es tan normal, no nos vamos a hacer los estrechos a estas alturas.
Pero en esta ocasión, para pasmo de todos, las primeras denuncias empezaron a recibir el apoyo de otras.
 Y la bola de nieve fue engordando.
 Algo ha cambiado de forma radical en el ambiente: es el vaso que se va llenando hasta que al fin rebosa. 
Y el motor de ese cambio está en nosotras: somos las mujeres las que por fin hemos dejado de aceptar con resignada mansedumbre la supuesta normalidad de una situación abyecta.
 El machismo es una ideología en la que se nos educa a todos y está grabado a fuego en nuestro inconsciente.
 Lo peor de los prejuicios es que, como su nombre indica, preceden al juicio y, por tanto, son invisibles para quien los padece.
 Esta sociedad sigue potenciando, valorando y priorizando al hombre muy por encima de la mujer, y nosotras también caemos en eso, como demuestran numerosos experimentos. 
Por ejemplo, se ha comprobado que en la atención médica primaria, ante los mismos síntomas, a las mujeres les prescriben más ansiolíticos y antidepresivos, mientras que a los hombres les hacen más pruebas diagnósticas. Es decir, a ellos se les toma en serio y a ellas no, y eso también lo hacen las doctoras.
Así que estamos acostumbradas a vivir en esa supeditación, en esa falta de valoración de nuestra propia demanda, de nuestro deseo y nuestra necesidad.
 Desde los 10 hasta los 17 años estudié en el instituto Beatriz Galindo de Madrid. 
Para llegar allí había siete estaciones de metro con un transbordo. Como volvía a comer a mi casa, hacía el trayecto cuatro veces al día. 
Siempre fui sola: por entonces, era en los sesenta, los niños no estábamos tan hiperprotegidos, al menos en mi clase social. 
Pues bien, creo que es probable que ni uno de los días me librara de que me tocaran el culo o se frotaran contra mí al menos una vez entre los cuatro trayectos.
 Sobre todo en los primeros años, cuando era más pequeña y más indefensa.
 Recuerdo que una vez una amiga protestó, debíamos de tener 11 o 12 años, y el pedófilo le dio una bofetada. 
Nadie en el vagón nos ayudó.  

Tu aprendizaje en la vida incluía tácticas de huida ante los depredadores; recorrías los vagones a toda prisa o te bajabas de un salto del tren; hacías ruido en el interior de los oídos para intentar no escuchar las burradas que te decían que te harían; procurabas sentarte en los cines de sesión continua junto a las mujeres para evitar al que te metía pierna y mano en la oscuridad (cosa que también he sufrido bastantes veces en la niñez).
 Éramos como gacelas que tratan de escapar de los leones, resignadas ante una realidad mugrienta y asustante pero por desgracia normal. 
Todo esto ya lo escribí hace unos años y no pasó nada. Incluso hubo alguna carta suavemente burlona que se refería a mi imaginación.
 Hoy, sin embargo, creo que puede ser mejor escuchado, porque parte de los velos del prejuicio se han rasgado y hemos decidido dejar de considerar normal lo aberrante. 
Es un gran paso.

El motor de los pies.......................................... Juan José Millás

El motor de los pies





Juan José Millás 


Observen el pie izquierdo de Inés Arrimadas.
 Está desnudo, en efecto, porque el zapato se ha quedado atrás. 
Los zapatos te la juegan porque tienen algo de vida propia.
 Poca, pero la suficiente como para tomar algunas decisiones. Muchas noches los dejas al lado de la cama y al día siguiente aparecen debajo de ella, como si hubieran preferido pasar esas horas a cubierto. 
Hay gente que se los quita en el cine y cuando acaba la película no los encuentra.
 Póngase usted a la salida de una sala y comprobará que más de una persona, y a veces más de dos, aparecen descalzas o con un par de zapatos disparejos (hay encuestas).
 En los viajes trasatlánticos por avión, las compañías te invitan a quitártelos para sustituirlos por unos gruesos calcetines. 
 Resulta un espectáculo ver a la gente buscándolos a punto ya de aterrizar.
Tienen sus cosas los zapatos, sus rarezas, la mayor de ellas que son dos, como los guantes o los matrimonios.
 No se sabe sin embargo de ningún zapato que haya solicitado el divorcio, pero sí de lo mal que envejecen cuando los separas.
 Un conocido mío perdió una pierna, la izquierda, y solo conservó los zapatos de la derecha.
 Los otros, por no tirarlos, los guardó en un cajón. Al cabo de un año se deshizo de ellos porque estaban hechos un desastre debido a la tristeza.
 Observen los zapatos de las personas que acompañan a Arrimadas y reparen en lo bien que se llevan.
 Parece que representan un ballet y que son ellos el motor de los pies.
 Fíjense, en cambio, en la sensación de desamparo que transmite el zapato perdido. Queremos creer que no por mucho tiempo. 

Lo terrible de estos crímenes......................... Javier Marías

La dificultad de combatir la violencia machista estriba en que en ella no hay conspiración ni proselitismo: cada sádico toma su decisión a solas.
 
CADA VEZ hay más desesperación respecto a la llamada violencia machista (nunca emplearé la insensata expresión “de género”).
 Se suceden las protestas y las campañas en su contra, y se exigen “medidas” para atajarla y erradicarla. 
Todo ello con razón, pero, lamentablemente, con escaso sentido de la realidad.
 Lo terrible de estos crímenes, y la dificultad para combatirlos, estriba en que son individuales.
 No hay una conspiración de varones que prediquen el castigo a las mujeres que los abandonan.
 No hay proselitismo, a diferencia de lo que ocurre con el terrorismo, fuera el de ETA ayer o el del Daesh hoy. 
Tampoco, como con el actual independentismo, hay “evangelización”.
 No se intenta convencer a los hombres de que maten a mujeres, no se trata de una “causa” que busque “adeptos”.
 Por desgracia (bueno, no sé qué sería más trágico), cada bruto o sádico va por su cuenta y toma su decisión a solas.
 . Lo más que puede concederse es que haya el factor mimético que suele acompañar a cualquier atrocidad, al instante imitadas todas. 
En ese aspecto, siempre cabe preguntarse hasta qué punto la sobreexposición en los medios de cada maltrato o asesinato de una mujer no trae consigo unos cuantos más, del mismo modo que los eternos minutos y enormes planas dedicados a cada atentado yihadista tal vez propicien su multiplicación. 
Pero poco puede hacerse al respecto: si ustedes recuerdan, durante los años más sangrientos de ETA, cuando ésta llegó a matar a unas ochenta personas cada doce meses, había ocasiones en que los asesinatos ocupaban tan sólo un “breve” del periódico, y eso no logró que disminuyeran.
 Por mucho que las noticias den malas ideas o estimulen la más nefasta emulación, es imposible dejar de informar de los hechos graves e indignantes.
Lo cierto es que cada crimen machista va por su cuenta, con su historia particular detrás. 
Cada asesino asesina sin confabularse con otros (salvo en casos tan irresueltos como los de Ciudad Juárez, donde sí pareció haber conjura), ninguno necesita el aliento, el beneplácito ni la propaganda de sus congéneres. 
Contra eso es muy difícil luchar. 
 ¿Endurecer las penas? Desde luego, pero no es algo que importe a los asesinos de sus parejas o exparejas, los cuales se suicidan con frecuencia —o más bien lo intentan— después de cometido su crimen
 (uno se pregunta por qué diablos no lo hacen antes). ¿Educar desde la infancia? 
Sin duda, pero no parece que eso dé mucho resultado: un alto porcentaje de adolescentes españoles ve hoy “normal” el control de sus “chicas” y hasta cierta dosis de violencia hacia ellas.
 Es deprimente, y da la impresión de que, lejos de mejorar las mentalidades, las vamos empeorando.
No sé, cuando yo era niño, nos pegábamos de vez en cuando en el patio o a la salida del colegio.
 Las niñas, rarísimamente, y no pasaban de tirarse del pelo, poco más.
 Conocíamos, sin embargo, una serie de normas inviolables: era inadmisible pegarse con un compañero de menor tamaño o edad; también ir dos contra uno (“mierda para cada uno”, era la frase infantil); y, sobre todo, a una chica no se le pegaba jamás, en ninguna circunstancia.
 Eso se consideraba una absoluta cobardía, algo ruin, algo vil. 

El que lo hacía quedaba manchado para siempre, por mucho perdón que pidiese luego.
 Pasaba a ser un apestado, un individuo despreciable, un desterrado de la comunidad.
 Y esas enseñanzas se prolongaban hasta la edad adulta.
 A una mujer no se le pone la mano encima, a no ser, supongo, que sea muy bestia y se nos abalance con un cuchillo en la mano, por ejemplo.
 Pero éramos conscientes de nuestra mayor fuerza física y de que era intolerable emplearla contra alguien en principio más débil (insisto, sólo en lo físico).
Obviamente, no todo el mundo cumplía esas reglas, porque, de haber sido así, no habría habido en el pasado palizas de maridos a sus mujeres, y ya lo creo que las ha habido, probablemente más que hoy.
 Al fin y al cabo, durante siglos se consideró que no había que entrometerse en la (mala) vida de los matrimonios, y que esas palizas y aun asesinatos pertenecían a la “esfera íntima o familiar”, una verdadera aberración.
Lo que sí es relativamente nuevo, algo cada vez más extendido, es que los varones maltratadores maten también a los hijos de la mujer, para causarle el mayor dolor imaginable. 
Ha dejado de ser una rarísima excepción.
 Los niños de mi época nos creíamos bastante a salvo, precisamente por ser niños incapaces de infligirle el menor daño a un adulto. ¿Cómo iban éstos a hacerle nada a una criatura no ya indefensa, sino inofensiva? 
Dudo que los críos de hoy se puedan sentir seguros, a poco que se les permita ver o leer las noticias.
 Las mujeres llevan siglos viviendo con un suplemento de miedo, al ir por la calle y aun en sus casas.
 Los niños, no, y quizá ahora sí.  

Lo peor es que, como sociedad, poco podemos lograr contra todo esto, más allá de exigir jueces más severos y repudiar a los maltratadores hasta el infinito.
 Pero es ingenuo creer que eso les va a hacer efecto.
 Es lo que tienen los crímenes personales, que nada disuade a cada asesino individual.

9 dic 2017

El bajón de Jorge Javier Vázquez

“Llevo 20 años en televisión y tengo interiorizado que algún día se acabará”, asegura el presentador sobre su futuro.

 

Jorge Javier Vazquez, en el teatro Rialto de Madrid.
Jorge Javier Vazquez, en el teatro Rialto de Madrid. Getty Images